miércoles, 24 de noviembre de 1999

Esa unidad tan frágil

«Para construir la fraternidad hay que estar dipuestos a verla hecha añicos. Y mantener, después, las ganas de construir»

¿Por qué resultará tan jodidamente complicado vivir la unidad? Me da mucha tristeza ver como gente que estuvieron codo con codo trabajando, rezando, construyendo... gente que nos precedió en estas sendas del evangelio y el compromiso, hablen mal unos de otros, dejando entrever sus cicatrices de desencuentro, de ruptura, de distancias. Parece que en algún momento de su camino encontraron más razones para estar separados que para seguir compartiendo. Y hablo de personas de mucho peso específico, de una gran talla humana, de reconocida hondura espiritual... pero que en lo comunitario no supieron encontrar las claves, o que dieron a los matices categoría de dogma. El caso es que rompieron la unidad y aprendieron a vivir en la distancia.

Son gente a los que el mundo, sus circunstancias y su lógica, colocó en lugares distintos, en claves distintas. Pero ¿acaso el fondo de la cuestión, el meollo, el tuétano también era distinto? Creo que no, porque eso se nota. Creo más bien que no aprendieron a vivir y gozar de la diversidad, a ayudar al proceso del "otro" sin pretender imponer las propias claves de interpretación. Y la vida se cobró su precio.

Me gustaría sentar a toda esa gente que se que se quieren, (y que por otro lado tanto me han enseñado de las cosas de Dios), sentarlos a todos en una mesa a emborracharlos, a darles una fiesta en la que se digan todas las verdades, que se abracen y bailen juntos, que recuerden y re-vivan su historia compartida, sus sueños comunes. Me duele infinito descubrir sus distancias, porque se que esas distancias ayer estuvieron llenas de vida compartida. ¿Por qué lo se? Pues porque me siento reflejado en sus historias, porque los reconozco honrados, radicales, apasionados, y porque se reconocer una historia de Dios de una farsa divina. Por eso, porque me duelen sus distancias, me gustaría emborracharlos y verlos bailar juntos, rodeándose los hombros unos a otros.

Es verdad que la vida nos va haciendo cada vez más difíciles, que al mismo tiempo que las arrugas se nos van marcando también las rarezas, las cabezonerías. Pero Dios no se contradice, así que la edad no puede hacernos menos comunitarios. ¿Cómo hacer entonces para que los años no vayan dinamitando el proyecto comunitario? Y pienso en la comunidad más amplia, en la más amplia que pueda pensar, en la que están la gente que se fueron llendo, los amigos, las comunidades hermanas, los que compartieron o comparten la misión... y también en la más pequeña, en mis hermanitos más cercanos. A veces parece que en cuanto los demás empiezan a salirse de la órbita (de "mi" orbita, que yo considero la "única") empezamos a encontrar mil razones para que estén ahí, lejos, y mil explicaciones a su "infidelidad". Y claro, las órbitas se separan cada vez más hasta no reconocer al que, hasta ayer mismo, era mi hermano. Una vez que no lo reconozco es fácil criticarlo.

Me asusta pensar que mañana nosotros podamos ser así, gente que se quiso a rabiar y que (cuestión de matices) un día encontró suficientes razones para poner ese cariño en segundo lugar. No quiero que mañana yo esté explicándole a otros las distancias que me separan de los que, antaño, fueron mi familia de fe, mi vida entera, mi historia. No quiero tener que hablar de los que hoy conozco hasta en lo más hondo como si de unos extraños se tratasen. Y eso ya me ha pasado con varios. ¿La vida es inevitablemente así? Sospecho que no, sospecho que no.

Por eso, creo que la unidad no es un conocimiento que se adquiere un día, una pared que se construye, una razón que se comprende, una verdad que se escribe... La unidad es más bien una planta delicada a la que hay que mimar, transplantar, regar, abonar. Y eso, dejando lo poético a un lado, son cosas muy concretas, muy tangibles, muy de andar por casa. La unidad no puede ser comprendida y aceptada si no es de forma dinámica, permanente. Es una vocación que hay que renovar constantemente. Y debe crecer en espiral hacia fuera, también de forma constante, de lo contrario se ahogará a sí misma.

La crítica injusta o innecesaria, el cinismo, el esfuerzo que se quedó pendiente, la carta que se quedó por escribir, la llamada que no hice, el abrazo que no di, la vida que no expuse... todo eso va haciendo añicos el proyecto de unidad... porque ese proyecto no puede empequeñecerse al mismo tiempo que mi comunidad. Las opciones siguen ahí, tengo que saber encontrar esas razones que un día me pusieron junto al hermano, al que hoy sigue ahí y al que se marchó a otros asuntos. Tengo que aprender a querer igual al que se alejó (¿él de mi o yo de él?) que al que sigue cerca, poque la vocación comunitaria, si no es universal, no es ni vocación ni comunitaria. Claro que tal vez ese planteamiento no sea muy "humano", pero tal vez en ese esfuerzo (en el mismo esfuerzo) estará Dios esperando a sus hijos e hijas para formar una mundo de hermanos.

No somos iguales, gracias a Dios. Unos somos más cabezones, otros menos; unos más amables, otros más secos; unos más radicales, otros más moderados; unos más intransigentes, otros más flexibles; unos bajos, otros altos; unos inteligentes, otros más torpes; unos comprensivos, otros más ceporros; huraños, geniales, aburridos, poetas, cantores, manitas, escribidores, cocineros... entre todos juntamos un montón de habilidades, de cualidades, y un montón (¡más vistosos, que le vamos a hacer!) de defectillos, de malajás. Pero ¿acaso nuestra humanidad, nuestra diferencia, puede hacernos menos comunitario? Será del todo imposible querer al de lejos si no aprendo a querer al de cerquita. No a aguantarnos, sino a quererlo (sí, precisamente a ese que me pone los nervios de punta, precisamente a ese).

Quiero siempre defender a mi gente, poder explicarles a otros todo lo hermoso que hay en cada uno, lo mejor, lo santo. Ser un poco ciego a los defectos (que son muchos ¿y qué?) y un poco exagerado con las virtudes. Saber siempre encontrar lo mejor de cada uno para ofrecerselo al otro como regalo. Quiero tener una comunidad grande, donde quepan todos sin apreturas, con sitio para bailar borrachos, abrazados. Debe ser posible, porque Dios invita a eso (bueno, a lo de la borrachera no, pero seguro que no le importa).

Eso de la vocación comunitaria, la opción por la unidad, es bastante jodido, si se mira bien. Obliga a des-centrarse permanentemente, para re-conocer al hermano que llega (desde el mundo de los pobres, desde otras comunidades, desde el trabajo...) y darle la mejor de las bienvenidas, y sentarlo en el mejor de los sitios, y darle el mejor de los tratos. Y también para descubrir al hermano que se aleja, y decirle adiós (mejor hasta luego), y que no se aleje mucho (¿o me alejo yo?), y escribirle una carta cada minuto, y recordar (y recordarle) el sueño compartido, y seguir soñándolo.

No quiero que la unidad envejezca conmigo. Y quiero envejecer en unidad.

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