Nota: parte de este relato se ha publicado en un libro de Ediciones Khaf, titulado "Yo digo Iglesia, tú dices..."
Sesión inaugural.
Soltó la maleta y se tumbó en la cama. Estaba cansado del viaje, muy cansado. Trató de dormir, pero no pudo. El techo de aquella habitación tenía humedades. Desde donde estaba hizo un repaso al resto del mobiliario: todo muy convencional, la mesa, dos cuadros en la pared, un sencillo crucifijo, el aparato de aire y poco más. Una habitación como tantas otras en cualquier parte del mundo: lo único que delataba que estaba en África eran los intensos colores de aquellos cuadros, y el calor sofocante que se adivinaba a través de la ventana.Pronto empezaría la sesión inaugural, así que decidió ducharse y salir con tiempo. Bajó a recepción y estuvo charlando con otros diáconos, y un poco más tarde compartió ecotaxi con tres de ellos hasta la sede donde se celebraría el Concilio. Dos procedían de Colombia y el tercero era europeo, de Francia, y todos muy jóvenes, en una edad mucho más conveniente que la suya para viajes y concilios, tan agotadores. De lo poco que hablaron dedujo que iban tan nerviosos como él mismo, y eso, extrañamente, lo tranquilizó. Mucho antes de llegar a la sede del Concilio ya se notaban las calles muy alborotadas. Él había estado viviendo varios años allí, cuando vendieron el Estado Vaticano, y se vio envuelto de lleno en aquella vitalista reforma, que los llevó a situar lo poco que quedó de la estructura vaticana en el mismo corazón de África, en lo que quiso ser un gesto claro y contundente del rumbo que querían tomar.
Por ese motivo conocía bien la capital rwandesa, y sabía que toda aquella actividad tenía su origen en el Concilio, en los cientos de hombres y mujeres desplazados para el evento, llegados de cada rincón del planeta, incluso de las bases lunares, y que estarían alojados en las escasas plazas de alojamiento disponibles, repartidos por casas particulares, residencias, moteles, incluso en alguna de las autocaravanas que se veían por los alrededores de la sede.
Era el segundo Concilio que se celebraba en África, pero el primero con carácter interreligioso, y había muchos invitados de la principales religiones del mundo, así que el despliegue de idiomas, ropajes y símbolos era llamativo. En las colas para la credenciales saludó a varios conocidos: la presidenta del Obispado de su ciudad natal, su viejo profesor de filosofía del Seminario Abierto de Barcelona, varias religiosas de una comunidad intercongregacional con las que compartió una misión con inmigrantes en tránsito en la antigua frontera de Ceuta, y algún otro conocido al que no logró ubicar. Todos se mostraron eufóricos, muy ilusionados, y de alguna manera consiguieron transmitirle el entusiasmo.
La ponencia inaugural fue breve: la actual representante de la Iglesia Ecuménica, Silvia Cid, tenía un verbo rápido e incisivo, y además hablaba castellano, por lo que podía prescindir de los incómodos auriculares de traducción. Pidió apertura de miras, respeto, diálogo y participación, y fue enumerando los avances desde el anterior Concilio, la facilidad con que las distintas Iglesias cristianas habían asumido y concretado las reformas ecuménicas, la incorporación definitiva de las mujeres en los ámbitos litúrgicos y de representación, el refuerzo de la dimensión asamblearia de las comunidades, y una larga lista de logros indiscutibles en temas de ética y derechos humanos, que habían cristalizado en apenas una década, desde que finalizara el I Concilio de Ruanda, a mediados de siglo.
Mientras Silvia hablaba él tomó algunas notas en su e.center: algunas de las cuestiones que estaba desplegando delante del atento auditorio del Concilio eran verdades a medias, porque apenas hizo referencia a las resistencias, a veces inmensas, que cada reforma había arrastrado tras de sí. El aparente consenso con el que se salió de aquel primer concilio se tradujo en roces, enfrentamientos continuos y afiladas críticas por parte de algunos sectores, poco amigos de los cambios. Hubo unos primeros momentos de bloqueo, y él mismo se alineó con los más pesimistas, que auguraron la muerte prematura de las reformas, la vuelta a las trincheras religiosas. Pero la situación de la iglesia, descentrada, minoritaria y sin apenas incidencia en las cambiantes y enérgicas sociedades del siglo XXI, hicieron que esas resistencias se fueran disolviendo, y en los últimos años las reformas se habían acelerado de manera visible. Hasta el punto de impulsar la necesidad de un nuevo Concilio.
El aplauso fue unánime, y pudo observar un entusiasmo colectivo en el auditorio. Recordó un texto de un cardenal del siglo anterior, que hacía referencia a las sorpresas del Espíritu, y comenzó a aplaudir también él con fuerza. Antes de retirarse Silvia pidió a todos los presentes honestidad y oración, para convertir aquel Concilio en una nueva inmersión en el mundo, en sus complejidades, en sus retos. Nada menos. Él aprovechó el receso para colgar sus primeras impresiones en la Red. Y no era el único: los e.center dibujaron en el ciberespacio un mapa de impresiones de todos los representantes allí presentes, y empezaron a recibir el eco de los millones de ciudadanos que, a lo largo y ancho del planeta, estaban pendientes de todo lo que allí sucedía. Recordó que, en el Concilio del 54, aún se veía algo de papel, algunos informes, ponencias, etc. Pero esta vez no habría ni un sólo papel circulando: las presentaciones, los vídeos, todo estaba en la red. Y lo que era más importante: se podía consultar en tiempo real por cualquiera, en cualquier parte del mundo. Se sonrió: la transparencia también debería contabilizarse como logro, con lo amiga de los secretos que había sido siempre su iglesia.
La segunda intervención consistió en un tedioso y detallado análisis de la realidad mundial, y el papel de la Iglesia Ecuménica en los diferentes contextos. Nada nuevo, y además conocía ese informe, así que salió a los pasillos en busca de un café y algo de comer. Paseó distraídamente entre los expositores multimedia que había instalados en la zona de los jardines interiores: era interesante observar la variedad de editoriales, de iniciativas, de colectivos distintos y dispares. Se descargó un par de publicaciones que le resultaron interesantes, apuró el café y regreso a la sala de conferencias justo cuando el ponente se retiraba.
Alguien de la organización salió para explicar lo que harían a continuación: grupos de trabajo. No se ahorró ningún detalle de lo que ya venía sobradamente explicado en el programa, y aún seguía hablando cuando la gente ya marchaba diligente hacia su pabellón correspondiente. Él se había inscrito para el de “Nuevos Conflictos Éticos”, a fin de cuentas era su especialidad, biotecnología, derechos prenatales, muerte voluntaria y todas esas cuestiones tan llenas de matices y de oscuridades. Ciertamente a todos les quedaba mucho por aprender, pero al menos en las ultimas décadas habían recuperado la autoridad científica necesaria para que sus posiciones fueran tenidas en cuenta. Actualmente un nutrido grupo de la Iglesia Ecuménica formaba parte del Comité de Éticas de la ONU. Precisamente asesorar a ese grupo era parte de trabajo, a lo que dedicaba más tiempo, lo que provocaba sus peores desvelos y sus mayores esperanzas.
El grupo de trabajo comenzó casi una hora después de lo previsto: muchos de los asistentes se conocían, y el intercambio de abrazos y de impresiones se alargó, creando un clima de complicidad que todos agradecieron. Prácticamente sólo quedó tiempo para presentar el programa previsto y para emplazarse para la tarde. Declinó varias invitaciones a compartir el almuerzo, y salió a paso ligero hacía un pequeño restaurante, donde había quedado con una vieja amiga, Marzena. Era una mujer polaca, cristiana y tozuda a partes iguales, que había peleado muy duro por los temas de identidad y orientación sexual dentro de la Iglesia, pero que llegaba al Concilio, según le confesó, relajada y con los deberes hechos. Se pusieron al día, bromearon, disfrutaron de la comida rwandesa, y volvieron rápidamente a la sede del Concilio para incorporarse cada cual a su grupo de trabajo.
El resto de la tarde la pasó discutiendo espinosos asuntos. Cada vez que se atascaban, que se enquistaban los debates o se perdían los nervios, el moderador paraba la sesión, y todos guardaban silencio, rezaban, escribían, en un esfuerzo colectivo por encontrar la verdad, o lo más parecido a ella. Especialmente tenso estuvo el momento en el que se habló de la manipulación genética, una cuestión que mantenía enfrentada a la Iglesia Ecuménica con las grandes farmaceúticas que comercializaban el polémico “Genetic”, los análisis de selección genética. En cualquier caso consiguieron acercar posturas, y decidieron enviar al Comité de Éticas el documento de conclusiones. El grupo de trabajo se disolvió del mismo modo que se conformó: con efusivos abrazos.
El calor, a esa hora de la tarde, empezaba a ser soportable, así que volvió andando al hostal. El mestizaje que se observaba en las calles era una réplica del mestizaje del planeta, la consecuencia de los frenéticos flujos migratorios que durante todo el siglo XXI habían arrasado los viejos conceptos demográficos y geográficos. Un pensador de principios de siglo ya lo advirtió cuando definió las “sociedades líquidas”, estructuras en permanente cambio, maleables, inseguras. Y que necesitaban ciudadanos capaces de moverse en esas claves. E instituciones. Como la Iglesia. Como su iglesia. Él no estaba muy seguro de hacer una lectura objetiva de la historia reciente, pero creía que los cristianos habían conseguido, en parte, aprender a moverse en esa sociedad líquida. Y eso les había devuelto la credibilidad. No le cabía duda, en cualquier caso, que el diálogo había rejuvenecido a todas las iglesias cristianas, las había hecho flexibles, con una sana inseguridad que las obligo a reconocerse iguales, y a unirse en una sola Iglesia Ecuménica. Muchos cambios en poco tiempo. Como el pueblo rwandés: tan cambiante, tan mestizo, tan líquido.
Llegó a su hostal bien entrada la noche. No tenía ganas de sentarse a cenar, así que se tomó un sobre nutricional, se dio una buena ducha y activó el e-center: tenía varios mensajes que le preguntaban por el Concilio: “de momento todo bien -escribió- y mañana Dios dirá”. Se tumbó en la cama y volvió a fijarse en las humedades del techo. Y sonrió: estaba cansado, mayor, con cicatrices, pero aún tenía las esperanzas intactas. Se quedó dormido enseguida.
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